La primera vez que se usó la huella auricular en un crimen sirvió al fiscal de Leeds, en Reino Unido, para acusar a Mark Dallagher de asesinar a una anciana en 1998. Le había delatado, decían, su oreja, que cuya huella había quedado impresa en una ventana del domicilio de la víctima mientras escuchaba lo que ocurría dentro de la casa. Después de varias apelaciones se concluyó que la identificación no era correcta, y Dallagher salió de prisión en 2004.
Con todo, el caso hizo historia en la ciencia forense y sirvió de aliciente para que los organismos británicos de investigación criminal crearan una base de datos de orejas para establecer sus diferencias. En 2002, la Unión Europea puso en marcha el proyecto FearID (siglas de Identificación forense de la oreja), que desveló que sí es un dato útil, aunque nunca con un 100 por ciento de fiabilidad por sí sola. De hecho, el grado de acierto en la identificación depende de los relieves de cada oreja. “Incluso la misma oreja puede formar huellas diferentes según la presión y la superficie sobre la que se apoye”, explicaba Meijerman, investigador del proyecto, que ha creado un software que, a partir de la huella de una oreja, selecciona las más parecidas. Su objetivo final es expresar el grado de similitud y el grado de fiabilidad en un único valor numérico, que pueda ser útil ante un tribunal.
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