Tomado de: El Rincón de Las Ciencias Forenses: http://www.facebook.com/lasCienciasForenses
Cuando hoy en día surge una investigación relacionada con la utilización de armas de fuego todos sabemos, más o menos, que no hay dos armas que dejen idénticas marcas en la munición empleada. Y que, mediante el estudio de las lesiones dejadas en el proyectil cuando éste se desliza por el ánima del cañón, o las producidas en la vaina, por la rampa de alimentación, las paredes de la recámara, la culata de cierre, la aguja percutora, el extractor y el expulsor, se puede llegar a deducir el arma que realizó el disparo.
Esto que a nosotros nos parece algo obvio, fue para nuestros antecesores un largo camino a recorrer hasta dar con los procedimientos técnicos que permitieran afirmar con rigor científico qué arma fue la empleada para realizar los disparos.
El primer intento con éxito del que se tiene constancia, al descubrirse al autor de un crimen realizado con un arma de fuego, data de los comienzos del siglo XIX.
En el año 1835, y en la ciudad de Londres no había cuerpo de policía, tan solo un pequeño grupo de "ayudantes" reclutados por Hemry Fielding -juez de paz de Wesminster-, a los que se les conocía como los Bow Street Runners, y que se dedicaban a investigar los crímenes utilizando métodos poco ortodoxos, e incluso alguna vez que otra no muy legales.
Henry Goddard, uno de estos "peculiares investigadores", al observar una bala extraída del cuerpo de una víctima de un asesinato, se percató de la existencia de una llamativa protuberancia o abultamiento en la misma.
Dado que por aquélla época las armas de fuego eran de avancarga y los tiradores habitualmente hacían mediante un molde o turquesa sus propios proyectiles, nuestro avezado investigador pensó que si encontraba el molde encontraría al asesino.
Con ésta idea, Goddard se lanzó a registrar las casas de los sospechosos, y cuando procedía al registro de la vivienda de uno de ellos, al examinar el molde con el que fabricaba las balas de plomo el morador de la misma, nuestro avezado investigador pudo observar que en el interior de la turquesa había una pequeña hendidura.
Procedió a fabricar un proyectil y al compararlo con el que se extrajo del cuerpo de la víctima pudo ver que los abultamientos de ambas eran idénticos.
En este primer caso, podemos decir que el rigor científico brilló por su ausencia, sólo la suerte y la intuición se aliaron para llegar al acierto policial que convertiría a Goddard -sin que tuviera consciencia de ello- en el precursor de lo que llegaría a ser un nuevo método para la investigación de los crímenes cometidos con armas de fuego.
Dejaremos pasar el tiempo y algunos casos resueltos con mayor o menor rigor científico, hasta situarnos en la Alemania de 1898.
Un médico forense berlinés, el Dr. Paul Jeserich, asistía en calidad de experto al tribunal de la ciudad alemana de Neuruppin en un caso de asesinato.
Durante el proceso le mostraron a Jeserich un proyectil extraído del cuerpo de la víctima, y el revolver propiedad del acusado. Nuestro doctor era partidario de la teoría que afirmaba que el proyectil al recorrer el ánima del cañón y rozar con las estrías de éste a gran presión, sufría una serie de lesiones y por lo tanto si se realizaba otro disparo con el arma del criminal, el deslizamiento por el ánima del cañón produciría unas lesiones en la bala iguales a las que tenía la extraída del cuerpo de la víctima, siempre y cuando el arma empleada fuera la misma.
Con esta idea realizó un disparo de prueba, fotografió las dos balas, amplió las fotos y sorpresa, se dio cuenta de que las lesiones dejadas por las estrías y los campos del ánima del cañón en la "bala testigo", eran idénticas a las que tenía la "bala dubitada".
Comienza el siglo XX, y poco a poco otros investigadores fueron creando nuevos métodos de investigación, que irían dando a conocer en sus asesoramientos a los tribunales de justicia. Uno de ellos, Richard Kockel, siendo director del instituto forense de la ciudad de Leipzig, efectuó las primeras pruebas del "desarrollo" del cuerpo de la bala realizando negativos de la misma en láminas de cera y óxido de cinc.
El profesor Balthazard a quien llamó la atención que en el culote de la vaina existieran una serie de marcas y que éstas eran producidas al incidir sobre él la aguja percutora en el momento del disparo. Y eso no era todo. La culata del cierre de la recámara también producía una serie de lesiones en el culote del cartucho, e incluso el extractor y el expulsor dejaban marcas características en la vaina. Balthazard había descubierto un camino muy importante, pero a causa del comienzo de la I Guerra Mundial estas investigaciones fueron abandonadas.
Va pasando el tiempo y llegamos al año 1917. Entra en escena uno de los grandes pioneros de la balística forense: Charles E. Wite. Su historia se mezcla con la balística, cuando como funcionario del ministerio público del estado de N.Y., asistió como ayudante al Presidente de la Comisión de Investigación nombrada por el Gobernador del Estado, encargada de revisar la no muy fiable sentencia dictada por un tribunal del condado de Orleans en el proceso que investigó y juzgó el caso del doble asesinato cometido en la noche del 21 de marzo de 1.915 en una granja del pequeño pueblo de West-Shelby, en donde su propietario Charles B. Phelps y su ama de llaves Margarett Walcott fueron asesinados a tiros con un arma del calibre 22.
Dos trabajadores de la granja Charles E. Stillow y su cuñado Neldon Green, fueron acusados y condenados en un proceso que estuvo repleto de irregularidades.
Del cuerpo de Charles B. Phelps se extrajeron tres balas del calibre 22, y a Stillow, se le requisó un revolver del mismo calibre. El fiscal del caso contrató a Albert Hamilton, uno de los abundantes y poco fiables "expertos" en balística que pululaban en aquélla época alrededor de los tribunales de justicia de los EE.UU ofreciendo sus servicios para asesorar como "técnicos en balística", y que en la mayoría de los casos siempre se inclinaban a dar la razón a la parte que los contrataba.
Hamilton, tras inspeccionar el revolver de Stillow y observar mediante un microscopio los tres proyectiles extraídos del cadáver, realizó un dictamen demoledor para los acusados. Dijo que junto a la boca del cañón del revolver había una muesca, y ésta misma muesca aparecía marcada en las balas, lo que le sirvió para decir que: "las balas asesinas sólo pudieron ser disparadas por el revolver del acusado".
Gracias a este dictamen tan demoledor como falso, los acusados fueron condenados a la silla eléctrica.
Al proceder a la revisión del caso, la Comisión que había nombrado el gobernador Whitmann, no fiándose del dictamen de Hamilton, mandó efectuar varios disparos de prueba para obtener balas testigo, que posteriormente fueron mandadas junto con las dubitadas, a la compañía óptica Bausch & Lomb, con el encargo de buscar las muescas que Hamilton dijo haber encontrado.
Mediante un estudio con los aparatos ópticos más precisos de que se disponía intentaron localizar las muescas, no siendo capaces de dar con ellas ni en las balas extraídas del cadáver ni en las que se obtuvieron en los disparos realizados de prueba.
Sin embargo, se efectuó un importante descubrimiento. Tanto las balas del crimen, como las de prueba tenían cinco estrías, pero con una gran diferencia: las estrías del arma de Stillow eran normales y regulares, y así se podía apreciar en las balas obtenidas al efectuar los disparos de prueba, pero en las balas dubitadas había quedado marcado un campo intermedio de una anchura anormal. El arma utilizada para cometer el crimen tenía un defecto de fabricación que no tenía el arma propiedad de Stillow.
Stillow fue declarado inocente, pero había pasado tres años en presión estando a punto de morir en la silla eléctrica a causa de un falso informe de un no menos falso especialista en balística.
Charle E. Waite, quedó muy impresionado a causa de lo ocurrido, y se prometió a sí mismo que intentaría dar con un sistema fiable y capaz de identificar el arma utilizada en un crimen mediante el estudio del cartucho empleado.
Con esta idea en mente se lanzó a visitar las fábricas de armas más importantes de los EE.UU y a continuación las europeas, solicitando los datos exactos de las características de las armas que fabricaban. A finales de 1923, después de cuatro años de viajes e intenso trabajo realizó un gran descubrimiento: ¡No había ni un solo modelo que fuera exactamente igual a otro! Había diferencias en los calibres, en el número y orientación de las estrías, de manera que estas podían estar orientadas a izquierda o a derecha, y sus ángulos de torsión podían ser distintos.
Waite con todos estos datos de fabricación realizó una especie de altas o catálogo técnico de la mayoría de las armas existentes en aquella época, recogiendo los "caracteres de clase" que definen a todas las armas que son de un mismo tipo, marca y modelo, pudiendo llegar a determinar mediante la observación y posterior consulta de las lesiones producidas por estampación en la vaina, o por deslizamiento en la bala, qué modelo de arma había sido empleado en un crimen, llegando a diferenciar si el cartucho empleado procedía de un revolver Colt Army Mod. 1873 ó de un Smith Wesson Ejército Nº3.
Pero estos resultados aparentemente satisfactorios sólo solucionaban una parte del problema, puesto que no era factible diferenciar un Colt Army Mod. 1873 de otro Colt Army Mod. 1873.
Hacía falta encontrar unos "caracteres individualizantes"(4) que permitieran distinguir dos armas del mismo tipo, marca y modelo.
La solución a este nuevo problema la encontró observando el proceso de fabricación del cañón de una pistola.
El cañón es fabricado y pulido en un bloque cilíndrico de acero, al que mediante una cortadora automática de acero se procede a labrar en él las estrías. Aunque en este proceso se utilizan máquinas de gran calidad y precisión, durante el mismo hay que interrumpir frecuentemente el trabajo para afilar las cuchillas de las máquinas.
Si se observa al microscopio el filo de la cuchilla de una cortadora se verá que este no es recto, sino dentado. Por lo tanto, el orden y la medida del dentado es forzosamente distinto en cada filo produciéndose cada vez que estos son afilados cambios en los mismos que luego podrán ser observados en cada una de las estrías.
Si a todo esto se le suma la acción abrasiva, causada por las virutas de acero que se producen en el proceso y que la cortadora empuja a lo largo del interior del cañón durante la fabricación del mismo, nos dará como resultado en cada arma unas características que no se repetirán jamás.
Si tenemos en cuenta que la bala al pasar por el ánima del cañón sufre dos tipos de lesiones: las primeras causadas por las estrías del ánima, que en la bala se convertirán en campos, y las segundas causadas por los campos del ánima, que darán como resultado las estrías en la bala, podemos llegar a decir que la bala, después de recorrer el ánima del cañón, se convierte en el negativo de éste.
Aquí estaba la solución, ahora sólo era preciso encontrar éstas mismas diferencias en las balas. Y esto sólo era posible con un buen microscopio.
Waite explicó su idea al óptico Max Poser y le pidió que le fabricara un microscopio para poder verificarla. El óptico le fabricó un microscopio dotado con un soporte que mantenía sujeta la bala, y con una escala de medición que permitía medir las lesiones mas insignificantes que existieran en la misma.
Waite avanzaba poco a poco, pero por el camino correcto, cuando entusiasmados por el desarrollo de las investigaciones, se le unieron el físico John H. Fisher y el químico y gran especialista en microfotografía Philipp O. Gravelle. Gracias a esta unión nació en Nueva York el primer instituto de balística forense del mundo Bureau of Forensic Ballistics. El gran salto se había dado.
Fisher aportó a la investigación dos grandes inventos, con el primero de ellos desarrollado basándose en la idea del Citoscopio médico, construyó un aparato que servía para ver con todo detalle el interior del cañón de un arma de fuego.
Microscopio de Comparación del Laboratorio de Criminalística de la Guardia Nacional Bolivariana de Veneuela